GRACIAS




Gracias a todas las personas que forman o han formado parte de mi vida. Cada una ha aportado su pequeño granito de arena. Y ahora todas esas influencias configuran la esencia de mi ser. Soy así por vosotros. Soy así y nadie me va a cambiar. Pero soy así y voy cambiando cada día, modelándome, ajustándome, adaptándome. Así es el vivir. No me arrepiento. Y si me caí..... me he levantado.
YOLANDA

martes, 12 de abril de 2011

UN LIBRO QUE HE LEIDO: "Adios Cigüeña"



Me parece muy interesante dejar en el Blog esta historia que leí en un libro de Soledad Galán titulado "Adiós cigüeña". Se trata del nacimiento de Ruth (la hija de la autora). Para mí es una historia respetable, emocionante, diferente, detallista y que engancha. Resulta interesante leerla para poder comprender a todas aquellas personas que apuestan por un parto natural y lo defienden a toda costa. Quiero destacar mi postura ante el parto nartural: me parece totalmente respetable pero creo que en ciertas circunstancias de la vida y según el pasado de cada persona, el parto intervenido y medicalizado (siempre de manera controlada y no excesiva) resulta pertinente y necesario. Pero de ello ya hablaré en otra entrada del Blog.

De verdad que merece la pena emplear unos minutos de tu tiempo en leer esta historia en la que hay momentos que puedes llegar a sentir miedo. Yo sinceramente me sentí asustada pero al mismo tiempo relajada porque comprendí  que el cuerpo de la mujer está preparado para este viaje tan difícil. También comprendí lo importante que resulta defender tus ideas y deseos en momentos tan importantes como es traer al mundo a tu propio hijo. Por eso, os invito a que leais la historia y después me contéis algo en el APARTADO COMENTARIOS. Que la disfrutéis.
 NACIMIENTO DE RUTH

Algunas mujeres no tienen falsas contracciones días antes del parto, ni se dan cuenta de los pródromos (las contracciones de la primera fase del alumbramiento), ni sienten como su útero se prepara a lo largo del embarazo, endureciéndose a modo de prueba. Yo, en cambio, noté cada uno de estos ensayos de mi útero a lo largo de los meses; respiraba entonces como lo haría el día del parto: disminuía la curva lumbar, relajaba mi vagina, soplaba por ella. Lanzaba mi vulva al techo. También tuve falsas contracciones la semana rpevia al parto y viví intensamiente cada una de las contracciones de la fase de dilatación durante los tres días anteriores al nacimiento de mi hija. Con la luz de la mána se detenían para volver con fuerza, rítmicas y salvajes, a la caída del sol. Ya en el hospital, me dirían que no es bueno leer tanto. Que si no hubiera estado tan informada del proceso del parto, tan pendiente de lo que acontecía en mi cuerpo, me habría librado de todo ese esfuerzo preliminar. Me habría quitado de en medio ese engorro. ¡Pobrecita!, apuntaría alguien de las urgencias obstétricas. Tres días de parto y aún no se ha encajado la cabeza del feto. Ajena a esos comentarios, yo era feliz: lo había vivido todo, no se me había escapado ningún instante, ninguna sensación y todavía quedaba lo mejor: ayudar a Ruth a descender por el canal del aprto para abrirse paso hacia el exterior.

    Pero para llegar a ese punto tuve que ir antes tres veces a urgencias, el lugar por el que toda parturienta debía pasar antes de quedar ingresada. Familia, amigos, ginecólogos, pediatras y matronas conocidos, todos me habían recomendado "está bien, si quieres dilatar en casa, hazlo, pero al menor signo de algo extraño corre al hospital. Allí estarás más controlada". Lo último que yo deseaba era que me controlaran, pero el miedo que te infunden a que el bebé pueda sufrir es más fuerte que la confianza y los deseos propios. Sobre todo porque no podía saber que era muy comýun que las contracciones de la primera fase se fueran durante el día y regresaran, como una manada de lobos, al atardecer. Así que, acudimos una primera vez al hospital público donde, tras meditarlo largamente, habíamos decidido parir. Un "Hospital de la mujer", que desde el año anterior se hallaba incluido en el Proyecto para la Humanización de la Atención Perinatal en Andalucía. Nos registramos en las urgencias obstétricas, como nos ordenaron, y aguardamos varias horas en la sala común de espera hasta que llegó nuestro turno.
  
     - Esta noche está hasta los topes - le comentaba el médico a una auxiliar cuando entramos a la consulta. Ojeó al vuelo el motivo de mi visita y arguyó sonriente -: pasa al fondo, quítate la braguita y túmbate.

Obediente le esperé recostada. A mi lado, una paelera rebosaba de gasas ensangrentadas y aguantes de látex.

   - Huy, esto está muy bien. El cuello está muy blandito. Yo te dejaría ingresada  - me informó aún con el guante puesto-. De esta noche, no pasa.

    No habíamos tenido tiempo de explicarle que llev´´abamos un plan de parto, que deseábamos una asistencia no medicalizada en la medida de lo posible (si el parto discurría con normalidad, sin complicaciones) y que solo quería quedar ingresada si estaba de más de seis centímetros de dilatación, cuando afirmó, mirando al José Luis, mi marido:

     - Está de un centímetro. Yo, desde luego, con este cuello me atrevo con una inducción.

    José Luis y yo no tuvimos que mirarnos. Nos levantamos, agarrados de la mano, y nos despedimos sin haber sacado siquiera del bolso el plan de parto. Antes de que la puerta se cerrase, pudimos escuchar:

    - Dentro de pocas horas estaréis otra vez aquí si os preocupa vuestra hija.

La primera en la frente: solo unos malos padres se marcharían a casa cuando un especialista es´ta seguro de atreverse con una inducción. Solo unos padres a quienes les importa un bledo la posibilidad de un sufrimiento fetal, rechazarían el ingreso hospitalario ¡con un centímetro de dilatación!

   Un día y medio después, mi útero seguía con el mismo ritmo, el que le dictaban mis hormonas: de día, relajo, por la noche, danza. Una contracción cada cinco minutos, cada ocho minutos, cada seis minutos, cada tres minutos, y después cada dos, muy intensas. "Ante la duda, correremos al hospital", le había prometido a mi madre y a mi hermana mayor. Volvimos a ir: cuatro centímetros. Regresamos a casa. Yo, tumbada en el asiento de atrás del coche, soplaba por la vagina. La abría relajada. Visualizaba a Ruth comenzando su descenso, dentro de mi, por el planeta agua. Ya en el salón, vomité los escasos bocados del almuerzo. Me tumbé en la Chaise longe del sofá, abrazada a José Luis, y dormí toda la tarde. Ruth venía de camino.

Sobre las nueve de la noche, me incorporé. Y, al hacerlo, supe que había llegado el momento: estaba descansada, con más fuerzas que en toda mi vida. De modo que, con lluvia y una luna grande y hermosa, regresamos al hospital. Esta vez nos tocó un R2 (una residente de segundo año). La miré con ternura porque me recordó a mi prima, una ginecóloga muy joven de la de "ve enseguida al hospital. No seas bruta. Un parto puede torcerse en cualquier momento: ¡no sabes los riesgos que puede haber!". La ternura se me fue tal como llegó, en un segundo. Lo primjero que vio fue nuestro plan de parto, que una matrona con buena intención había adjuntado, instantes atrás, al informe médico. "Por si las moscas", apuntó grapoándolo. Por si desaparecía en el isntante en que necesitáramos ampararnos en él.

           Pufff- comentó sin mirarnos, mientras hojeaba nuestros "queremos ser informado...", "solocitamos, en la medida de lo posible, un parto no intervencionista...", "dado que se trata de un hospital incluido en el Proyecto para la Humanización de la Atención Perinatal, si no es por un motivo justificado, no queremos que se separe a nuestra hija de nuestro lado para ninguna manipulación", "no deseo recibir episiotomía, ni el empleo de ventosas o fórceps", "deseo elegir la posición para dar a luz", "quiero que se respete el tiempo que necesite para el expulsivo", "quiero poder dar el pecho a mi hija desde el primer instante..."-. Puffffffffffffffffff.

Lo firmaban dos futuros padres que asumían la responsabilidad sobre su parto, atendiendo a las recomendaciones de la OMS, a la evidencia del paciente. Para nuestra R2, el resumen de todo ello era un PUFFFF de campeonato.

   - Está de más de seis centímetros. Bolsa intacta. La cabeza no está encajada - dirigiéndose de nuevo hacia la mesa, le resumió a una auxiliar, en voz alta, como para que hubiera testigos ante una posible demanda.

    - Sí.... - argumentó otra auxiliar casi en un susurro -. eso es...una de esas hippies del parto natural que, después de salvar a su hijo, encima te llevan a juicio.

   Aún semitumbada, intentando bajar los pies de los estribos sin salir rodando, esquivé con la mirada la papelera de gasas y guantes usados. "O toda la ciudad está embarazada o solo la vacían una vez cada veinticuatro horas, por la mañana temprano", me dio por pensar no sé por qué. Sonreí a José Luis. Él, con la mandíbula rígida después del último comentario, dispuesto a salir en defensa de las dos hippies que llenaban de margaritas su vida: de su mujer, de su hija. Ya en tierra firme, le guié el ojo derecho. "Peace and Love", susurré en su nuca al sentarme a su lado, frente a R2. Pero nuestra residente de segundo año no estaba para bromas.

- ¿Te quedas...? ¿Te vas...?- interrogó con cierta inapetencia, recuperada la voz vigorosa; las patillas de sus gafas de diseño detenidas en el primer párrafo de nuestro plan de parto: "Queridos profesionales de la salud del Hospital VR: ...En caso de que surja una emergencia médica, sepan que contarán con nuestra total cooperación; lo que no quita que, en tal caso, deseemos recibir explicaciones claras sobre los procedimientos a seguir... Estamos seguros de contar con su apoyo... Depositamos nuestra total confianza en ustedes y les agradecemos de antemano su comprensión y buen hacer..."-. Puffff.

   -Disculpe- me atreví a plantear, eliminando los tuteos-. ¿Nuestra hija está bien? ¿Supone algún problema que aún no se haya encajado la...?

Ella, mientras, pasaba de página, hacia delante, hacia atrás, pufff, sin ahcer caso, pufff. Por eso detuve ahí la pregunta sintiéndome ridícula al hablarle a la montura de unas gafas vueltas hacia abajo.

    Con más de seis centímetros, nos quedamos. "Lo estás haciendo muy bien; es lo mejor", corroboró por teléfono una amiga ginecóloga. Así pues, hacía entrado la madrugada caundo ingresé en el territorio de R2.  Después del parto, he sabido que le apodan "la dueña del VR", pero állí, a punto de parir, solo pensaba que era una buena estudiante que se ajustaba a rajatabla a lo estipulado en los libros de obstetricia. Formada en el parto medicalizado, donde el cuerpo de la emabarazada, en condiciones normales, es sometido sin rechistar a decenas de intervenciones de rutina bajo las órdenes del supervisor jerárquico, el ginecólogo, veía en mí a una mujer que quería quitarle su bastón de mando: rebajarla de rango. Nos quedamos, con más de seis centímetros y con nuestra residente de segundo año dispuesta a hacerme ver que, una vez dentro, yo, como cualquier otra mujer de mi situación, solo era una paciente que necesitaba ayuda médica para parir.

  De las ocho habitaciones (dobles) de dilatación, nos tocó la número cuatro. Hacía frío, una ventana estaba rota y a la placa de ducha le habían quitado la mampara, pero, como no tenía por el momento compañera de cuarto, José Luis y yo podíamos esperar solos la llegada de Ruth.

   - ¿No quieres suero? Tú verás. No puedes comer ni beber nada - nos comunicó la matrona asignada. Otra que, seria, había visto nuestro plan de parto grapado, por seguridad, a mi historia prenatal-. Túmbate. Voy a conectarte al monitor para ver cómo está el feto- anunció mientras me rodeaba el vientre con una cinta negra de velcro a la que había adherida una especie de sensor-. Si te mueves, se pierde la señal.

   Giró sobre sus pasos y salió. Yo me quedé quieta escuchando cómo el galope del corazón de Ruth resonaba en toda la habitación. A los diez minutos, se abrió la puerta. Era ella, de nuevo:

   - El ritmo cardíaco no es bueno. Si el bebé está sufriendo, tendremos que ir a una cesárea. Os lo pensáis y me decís.

   Cerró la puerta y, cuando lo hubo hecho, me quedé mirándola con el estúpido deseo de que se encendieran los focos y, entre decenas de guirnaldas, ella entrara para gritar: "Bienvenida a la sala de dilatación". Has caído en la novatada para primerizas". Sin embargo, no era una broma pesada. Una experta en partos nos acababa de comunicar que Ruth no se encontraba bien y que, para ser salvada, había que cortar mi útero a fin de rescatarla. Cuando miré a José Luis, él ya tenía cogida mi mano con fuerza, mientras marcaba un número de teléfono.

   - No te preocupes. Explícale a Ana lo que está pasando. Sabrá lo que hacer.

Ana era nuestro ángel de la guarda. Una matrona de la Comisión para la Humanización del Parto que trabajaba en ese hospital, pero que esa noche libraba. Aunque eran las doce y media de la madrugada de un sábado, la llamé. Me calmó con dulzura:

   - Pedid que llamen a Blanca de mi parte. Está de guardia en paritorio. Fíate de ella como de mí misma.

Lo hicimos. Al rato, llegó el que sería nuestro segundo espíritu protector. Estudiando el diagrama cardíaco del monitor fetal, me acarició el brazo, la frente.

   - Creo que  se trata de un período de sueño. El bebé está dormido - anunció suavemente.

Jose Luis bajó entonces sus labios a mi vuentre y lo besó varias veces emitiendo un sonido como de silbato infantil, al que Ruth ya se había acostumbrado a lo largo de todo mi embarazo. Enseguida, nuestra hija comenzó a moverse. Acompasados, los latidos crecieron en intensidad. Estábamos llorando; yo, abrazada a Blanca, cuando entró "tendremos que ir a una cesárea".

   - ¿Qué haces aquí? -preguntó sin quitarle ojo a Blanca.
   - Me ha llamado Ana - aclaró esta con autoridad.

Ya no había que explicar nada más: "tendremos que ir a una cesárea" entendió que ninguna matrona del parto humanizado iba a dejarme desamparada. Que, por hoy, se guardaban los bisturíes.

Como en el informe médico constaba "más de seis centímetros", Blanca esoperó para hacerme un tacto vaginal. "Muévete a tu antojo, como algo si te apetece, toma líquidos; estás preparada: déjale hacer a tu cuerpo", sugirió con gesto de confianza antes de volver a su quehacer en la zona de los paritorios. José Luis salió para pedir un zumo. No había: si quería alguna bebida tenía que comprarla en la cafetería. Así estuvo toda la noche, acompañándome; yendo y viniendo de la cafetería para que estuviera hidratada. A las dos horas, regresó Blanca. "La dilatación es completa", anunció después de revisarme. "El único inconveniente es que la cabeza de Ruth no acaba de encajarse". Que era tanto como decir que la puierta exterior estaba abierta de par en par, pero que Ruth se encontraba aún dentro, delante del pasillo, sin iniciar el recorrido hacia la salida. Dejó que siguiera con mis movimientos pélvicos circulares, los sentidos puestos en lo que sucedía dentro de mi cuerpo; la vagina y el periné, relajados, listos para la acción. Al cabo de unos minutos, regresó con una gran pelota azul, parecida a aquella con la que me había ejercitado preparándome para el parto normal.

   - Vas a ser la primera en usarla. Nos la acaban de traer para ayudar a que los bebés desciendan.

Una sola pelota para ocho habitaciones dobles de dilatación (que las más de las veces se convertían en triples) en un hospital con cuarenta partos diarios como mínimo. Blanca se imaginó lo que se me estaba pasando por la cabeza, así que añadió:

   - En un hospital así, no hay tiempo ni personal suficiente, ni infraestructura para humanizar el parto, pero es un comienzo.

La miré agradecida: Ruth y yo íbamos a estrenar una pelota de dilatación que quizá ayudara después a muchas mujeres en sus partos respectivos. Me aferré a esa pelota como a un salvavidas en alta mar. Era consciente de que si la cabeza de Ruth no se encajaba, de nada serviría mi vagina abierta en toda su plenitud. Tendrían que romper la bolsa de líquido amniótico: las contracciones vendrían entonces brutales, sin tregua, sin darme tiempo a concentrarme en la respiración, en dejarme llevar por ellas. Así que me relajé, me relajé, me relajé. Sentada, floté sobre la pelota en infinitos movimientos circulares, acunando a mi hija. José Luis siempre a mi lado, animándome. Tapándome con una manta. Sin dormir. Pasó el tiempo, Blanca volvió a examinarme y todo seguía igual.

Lo debatimos durante un buen rato y, pensando en lo mejor para Ruth, acepté amniorrexis. Entre lágrimas, porque sabía que, una vez rota la bolsa, el ginecólogo de turno obviaría la recomendación de la OMS de esperar entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas a que el bebé descendiera por sí solo. Iría directa al círculo que quería evitarle a mi hija cuando opté por el parto natural: oxitocina sintética para acelerar el ritmo de las contracciones; epidural, perdida la concentración interior, ajena a mis hormonas, a la respiración de mi cuerpo, a mi instinto animal de madre. Episiotomía... Eso si no me enviaban a una cesárea de libro.

  Llamaron a R2.

   - Las del parto natural llegáis agotadas al expulsivo - argumentó nada más acceder a la habitación-. Cuando todo se hubiera adelantado con un poco de ayuda a tiempo.

   ¿A tiempo de qué?, tendría que haberle preguntado, "si me siento perfectamente". Pero yo estaba más allá de R2. Me encontraba vuelta hacia mí misma, relajando mi cuerpo, visualizando a mi hija  que, sana y feliz, recorría el tobogán a modo de V que la separaba de mis brazos.

La residente de segundo año punzó la bolsa de líquido y este brotó desatado, incoloro. Mientras colocaba la cabeza de Ruth, vio mis pómulos mojados de alegría (no había meconio:mi hija no estaba en peligro) y volvió al ataque:

   - ¿No veis que sin ayuda médica no se puede? - lo dijo segura de lo que se me venía encima. Convencida de que la fuerza de las contracciones desarbolaría en un periquete mis deseos de un alumbramiento no medicalizado-. Queréis, queréis... pero cuando veis lo complicado que es parir dais marcha atrás - añadió con gesto triunfal antes de darme la espalda e irse-. A África os mandaba yo.

No hice el menor amago de aclararle que yo no había dado marcha atrás, que simplemente me había dejado aconsejar por especialistas sobre lo más apropiado para que mi hija no sufriera. Estaba feliz de que el líquido fuera claro y de que Ruth ya viniera de camino. Blanca me animaba: "Has tomado la mejor decisión. La cabeza de Ruth ya está encajada". Es muy probable que, en otras circunstancias, no hubiera hecho falta la amniorrexis: Ruth, con tiempo, hubiera buscado ella sola la colocación. NO obstante, estaba en un macro hospital donde las horas corren en contra de un parto respetado. Por eso no me arrepiento. Volvería a hacerlo las veces que hiciese falta y eso no significaba tirar la toalla. Estaba haciendo todo lo que podía para ayudar a nacer a mi hija e iba a seguir haciéndolo. Sin oxitocina, sin epidural, sin episiotomía, sin ventosas ni fórceps, en la posición que me pidiera el cuerpo. Disfrutando del momento más maravilloso de mi vida y no iba a dejar que nadie lo perturbase.

Blanca tuvo que salir de urgencia. Me dejaron tendida sobre una cama empapada, con el sensor ajustado al vientre por la cinta negra del velcro. como no venía nadie a limpiarme, pasado un rato, José Luis llamó para que me cambiaran las ´sabanas. Llegó una axiliar; se negó: "Tiene que quedarse así, echada, sin moverse". Al poco, las contracciones comenzaron a elevarse en número e intensidad, hasta llegar al tope que podía registrar el monitor. Boca arriba, con esas contracciones de pico mázimo, concentrarse en la respiración y en dejarse llevar se antojaba casi simposible.

La espalda se arqueaba sin remedio. Salté de la cama y me deshice del velcro, del sensor, de la monitorización fetal. En menos que canta un gallo, hizo su aparición "tendremos que ir a una cesárea". "Tiene que estar monitorizada", espetó a bocajarro. Yo, en plena contracción, a cuatro patas, intentaba concentrarme en mi respiración para hacerme una con el movimeinto de la misma. UNa ola que viene, se va. Yo era ya casi el propio mar. "Sin monitorización, no me hago responsable" anunció antes de irse. Qué manía con la responsabilidad, con el miedo a una demanda

 ¿Una parturienta en el punto más alto de una contracción intensa, salvaje, está para demandas? ¿Para pensar en otra cosa que no sea su bebé y en dejarse llevar por el dolor en vez de resistirse a él?

José Luis, su paciencia y educación al límite, se plantó en la puerta, por dentro. "Solo Blanca. Nadie más va a molestarte. Sigue así, Estoy orgulloso de ti", su voz sonó homérica. En aquel momento, le adoré. Él me mantendría a salvo en tanto yo me adentraba más y más en un océano inmenso, profundo. Los sonidos del pasillo, de las otras habitaciones, me devolvían a un hospital. Pero yo necesitaba seguir dentro del agua, me había deshecho de la manta; el camisón, desabotonado. Si me acercaba un poco más a la orilla, si me desconcentraba, el dolor aparecía con un vigor animal. Así pues, me refugié en el baño. A oscuras, regresé a mis instintos: era una leona que flotaba y rugía, rugía, rugía... Fuera, José Luis hablaba con Blanca. En el cambio de turno, la relevaría Sebastian, la matrona belga de la que tanto nos habían hablado algunos expertos en el parto natural. "Se queda en las mejores manos", dijo Blanca. Y así fue.

Al poco, el hombre que iba a ayudar a nacer a mi hija,llamó a la puerta del baño muy suavemente. A través de ella, escuché su nombre; luego ví su cara. UNa sonrisa de Este a Oeste la cruzaba. Era moreno, delgado y parecía haber nacido mujer, haber parido decenas de veces. Ora dejándome sola, ora manteniéndose a distancia o acercándose para acariciarme la espalda, para alentarme a continuar, supo ver lo que mi cuerpo demandaba a cada momento. Tanto que aún no me explico cómo logró entrar y salir de la habitación, irse al ala de paritorios y regresar cuando tenía un hueco de forma apenas imperceptible. Estuvo a mi lado como solo una matrona experta sabe hacerlo: sin hacerse notar. Hasta para las malas noticias fue prudente; incluso entonces su cara de preocupación se antojaba inofensiva.

   - No ha habido casi evolución - anunció tras hacerme un tacto vaginal-. Ruth está bien, pero desciende muy despacio.

 Yo sabía ya cómo era mi hija: testaruda, juguetona, se tomaba su tiempo para todo disfrutando de cada instante. NO aceleraría el ritmo por estar en un hospital donde el parto se desenvuelve entre una hora de inicio y otra de término estandarizadas. Sin embargo, Sebas se veía en la obligación de alentarnos: con la bolsa rota, aguantaría cuanto pudiera; no obstante, si Ruth no aceleraba la marcha, ante el miedo a un posible sufrimiento fetal el ginecólogo correspondiente intervendría. Cesárea. POr eso, la leona se adentró aún más en su guarida. A medio caer el camisón, se colgó del cuello de su marido una vez, y luego otra, y otra más. Con cada contracción. En cuclillas, soplaba por la vagina, distendía el periné, visualizaba a su cachorro bajando por un tobogán para coger impulso a la hora de iniciar el recodo ascendente hasta la meta. Cada vez había más presión y más peso sobre su vagina, sobre sus esfínteres, pero al mismo tiempo todo se volvía más etéreo, más liviano. Eran en torno a las doce del mediodía y, en cambio, fuera de sí la leona veía oscuridad, como si toda esa luz de después de la lluevia se hubiera concentrado dentro de ella, en la parte más baja de su vientre. Gritando de dolor, de alegría, de placer, siguió abriéndose; desenredando de obstáculos el camino de Ruth. Así, descalza, el cabello revuelto por los zarpazos, la encontró una hora después una matrona joven, a quien Sebastian el belga había enviado para ver el estado del parto con sus ojos.

   - Acércate - le dijo a José Luis al momento de comenzar la revisión-. Vuestra hija ya está aquí; puedes verle la cabecita.

Como yo no podía àrar de negar con la cabeza, incrédula, José Luis se acercó a mí para jurármelo:

   - Está aquí. La veo.

Bienaventurados los que creen en mí sin haberme visto. Yo creía en Dios sin haberme cruzado con sus ojos. Dios era en ese instante un bebé de tres kilos y doscientos ochenta gramos que ofrecía a un sábado de mayo su coronilla mojada.

Sebas llegó en cuanto pudo. Decidimos trasladarnos a un paritorio recogido, para estar más cómodos y esperar a Ruth sin bullicio e interrupciones. Cuando salíamos, exclamó alguien, observando hacia dentro desde el pasillo:

   - ¿Qué ha pasado ahí?

Ahí una leona le había permitido el paso a su hija. Sus pisadas cubrían de sangre el suelo de la habitación número cuatro.

Lo demás fue una hora imborrable. Llamada técnicamente la fase del expulsivo, para Ruth y para mí fue un momento de encuentro, no de expulsión. Nada salió de  mí, nada fue expulsado, extraído; mi hija y yo nos limitamos a reconocernos.

   - En menos de veinte pujos tendrás a tu hija en brazos - me comunicó Sebas ya en el paritorio. Miró el reloj de la pared y subrayó-: sobre las dos y media.

De lado, reclinada, en cuclillas, cualquier posición que adoptaba mi cuerpo sin que yo la meditara me acercaba más a Ruth. Hasta que al final me apeteció colocarme en una silla de partos que me permitía soplar por la vagina abriendo esta al límite. Asi, vi aparecer su cabeza lubricada, de cráneo perfecto. Al girarla, Ruth me miró como si yo hubiera dormido un rato antes y ella acabara ahora mismo de despertar de su siesta. Sebas entonces maniobró para dejar también libres sus hombros y brazos.

   - En el siguiente pujo, puedes tirar de ella y acercártela - lo dijo fijándose en mis ojos, disfrutando mientras se anticipaba a los hechos-. Ha sido un parto precioso; uno de los más bellos que he vivido.

A las tres menos veinticinco, soplé una última vez en tanto cogía a Ruth por debajo de sus axilas. Acto seguido, la llevé a mi regazo. La abracé entera proporcionándole calor a todo su cuerpo, mientras hambrienta, después de observarme con detenimiento, se enganchó a mi seno derecho y estuvo mamando de él un buen rato.

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